Reencuentros

Lina Mariana Calvit
6 min readNov 30, 2021

La primera vez que nos conocimos fue cientos de siglos atrás. La llegada del mesías todavía no separaba los años en un antes y un después. Las cosas eran mucho más sencillas, y a la misma vez, eran mucho más complicadas. Por un tiempo, la supervivencia fue nuestra única preocupación. Nos pasábamos los días acostados en el pasto, oliendo la humedad en el aire y oyendo el canto de los pájaros.

En ese entonces llevabas el cabello hasta los hombros y la barba hasta el pecho. Eras un poco más alto que ahora, con la frente amplia y las mejillas hundidas. Aunque tu apariencia ha cambiado en cada encuentro, tus ojos siempre han sido los mismos. Oscuros, intensos, pensativos, como si tras ellos se gestaran las respuestas a los misterios de la humanidad. Tus ojos que se han topado con los míos tantas veces, en tantas vidas distintas. Tus ojos que reconocería en cada ocasión.

Los ríos escucharon promesas de amor eterno, los bosques fueron testigos de nuestra consagración. Te seguía por caminos escarpados, buscando alimento entre las montañas y refugiándonos en profundas cuevas. Como dije, de cierto modo las cosas eran más sencillas.

Y a su vez, las cosas eran más complicadas, pues la autonomía no era aún concepto tangible para la mujer. De ser por mí, hubiese pasado la eternidad a tu lado. Pero la eternidad tenía otros planes.

Del norte llegó la caravana de extranjeros, precedida por un robusto hombre de barbas rubias. Se detuvo en el pueblo, ojeando a cada una de las muchachas hasta detener su lasciva mirada sobre mí. Es innegable que en aquel entonces era particularmente hermosa.

Levantó su nudoso dedo, señalándome y dando ordenes a la caterva de sirvientes traídos desde lejos. Uno de ellos, escueto y cuerudo, salió corriendo hacia el final de la caravana. Regresó algunos minutos después con una docena de cabras, dos cerdos y cinco monedas de oro.

Mi padre, que en otros tiempos fue famoso por su brío y gallardía, y que ahora no era más que un hombre condenado a pasar los días postrado en cama a causa de una misteriosa enfermedad, se abrió paso con gran esfuerzo entre la ruma de curiosos que observaban la escena. Se le veía minúsculo en contraste con el titánico forastero.

Extendió su magra mano para aceptar el intercambio.

No es que yo tuviese mucha elección en el asunto, pero termine yéndome por voluntad propia. Sabía que mi padre no era el mismo de antes, sabía que el hambre era ocurrencia habitual en nuestra casa, sabía que las costillas de mis hermanos asomaban bajo sus ropajes, sabía que mi madre ya no daba leche.

Tú lo entendiste también.

Te recuerdo, cuando la caravana retomó su camino iba yo montada en el caballo, rodeada por los macizos brazos del hombre que ahora era mi propietario. Te recuerdo a la distancia, bajo el higüero, con tu cabello volando al viento. Nos despedimos con la mirada.

Me despedí de tus ojos sin saber que incontables veces los volvería a encontrar.

Espero que no me lo resientas, la vida no fue tan mala. Lo que siguió fue una existencia de abundancias, de riqueza y despreocupación. Y a pesar de que el amor que sentí por ti es muy distinto al amor de madre, no fue una vida sin amor.

Ya anciana, yaciendo en mi lecho de muerte, rodeada de hijos, nietos, recuerdos y arrepentimientos, te pensé a la distancia, bajo el higüero, con tu cabello volando al viento.

Cientos de años después, volvimos a encontraros. Esa vez tuvimos un poco más de suerte, las circunstancias eran adecuadas tanto para ti como para mí. Éramos jóvenes y quisimos dejar de serlo juntos. Pudimos compartir una parte de aquella vida. Aun así, el tiempo nunca es suficientes.

Era una existencia tranquila, ambos trabajamos el barro con las manos. Con tierra, agua y fuego moldeamos tantas cosas hermosas. Recuerdo con claridad el olor a humo en tu cabello y nuestros dedos eternamente manchados de hollín. Recuerdo tus ojos.

A pesar de tener todas las intenciones de seguir existiendo tranquilamente a mi lado, el mundo se compone de sucesiones de eventos sobre los cuales no tenemos control alguno.

¿Qué teníamos que ver tú y yo con las guerras libradas por reyes hambrientos de poder? ¿Qué nos obligaba a profesarles lealtad y poner nuestros cuerpos a su disposición? Nada, nada más que el habitar la tierra que con golpes de pecho proclamaban como suya. La tierra que ni conocían, que ni trabajaban, que ni araban ni sembraban, la tierra que por derecho divino era suya. Y al tú y yo ocupar esa tierra, éramos suyos también.

Cuando reventó el conflicto, de aquella misma tierra cosecharon a cada hombre y muchacho con edad suficiente para luchar. Ahora te tocaba a ti partir.

Juraste que regresarías a mi lado, y aunque ni tú ni yo podíamos tener certeza, supimos que aferrarnos a esa promesa era el único consuelo posible.

Te esperé. Te esperé por días, te esperé por meses, te esperé por años negándome a separarme de la esperanza de nuestro reencuentro.

Dos años después de acabada la guerra y cinco años desde tu partida, un hombre con el horror del combate plasmado en los ojos se apareció por el pueblo. Le faltaban casi todos los dientes y hablaba con un dolor palpable en la voz. Me buscaba.

Mi nombre era distinto en ese entonces, me llamó usándolo. No tuvo que hablar para que supiera lo que venía a decir. Te conocía, estuvo contigo, le hablaste de mí.

Te conocía, estuvo contigo cuando el cañonazo se enquistó en el costado del buque. Estuvo contigo cuando el barco comenzó a engullir agua salada, cuando las flechas encendidas descendieron sobre ustedes, cuando cayeron a las fauces del mar. Estuvo contigo cuando luchabas por aire, cuando te hundiste y cuando no volviste a emerger.

Me volví loca de dolor, lloré hasta quedarme seca y cuando ya no pude llorar más, grité hasta perder la voz. No hubo nada que pudiera calmar la pena que anidaba en mi alma. Odié al agua y el fuego por arrancarte de mi lado, la misma agua y el mismo fuego que tanto amé cuando estuvimos juntos.

Y cuando ya no pude más, caminé hasta el borde de los riscos y no dejé de caminar. Las rocas recibieron mi cuerpo y las olas se encargaron de llevárselo. Me gusta pensar que de esa forma, por fin, volvimos a encontrarnos.

En el fondo del océano.

Hoy en día en aquel pueblo, que ahora nos queda al otro lado del mundo, todavía se narra la leyenda de la mujer del precipicio. La que se aventó de puro dolor para reunirse con su amor perdido.

No creas que todas las veces que coincidimos terminan en tragedia, también hemos sido felices.

¿Recuerdas el siglo de las luces? Cuando fuiste un reconocido novelista y te pasabas la vida filosofando con esos ojos inquisitivos que siempre has tenido. Y yo, yo fui tu musa, la inspiración tras varias de tus grandes historias. Fuimos felices, vimos los años irse y las arrugas aparecer, vimos nuestro amor prevalecer intacto.

Cuando llegó la muerte, que siempre llega a llevarse a uno primero que al otro, la aceptamos con plenitud. No tuvimos quejas.

La obra de tu vida pasada se estudia hoy en las grandes universidades, e inadvertidamente, adorna las estanterías de mi casa.

Asimismo llegamos a escaparnos juntos, me cortejaste con el violín que alguna vez supiste tocar, yo te confesé mi amor frente a las pirámides, fuimos profesores, fuimos padres, fuimos fenómenos de circo y colonos en el nuevo mundo. Tú y yo.

Claro, hubo veces en las que no nos hallamos, ya sea por distancia o tiempo. Hubo veces donde no nos pudimos entender, y en una que otra ocasión he llegado demasiado tarde. Siempre he tenido la mala costumbre de venir al mundo bastante después de ti.

Una vez, llegué década y media más tarde. Para cuando di contigo, ya tenías familia y yo apenas comenzaba a vivir. Nuevamente reconocí tus ojos y tú reconociste los míos. Ambos jugueteamos con la idea, acariciamos las posibilidades y sopesamos las consecuencias. Al final, ninguno de los dos fuimos capaces de concretar y terminamos dándonos por vencidos, aceptando la derrota con resignación y con la certeza de volvernos a ver en otra vida. Creo que fue la decisión correcta, pues todo lo que se hace se devuelve y, al final del día, tu integridad es una de las razones por la que llevo siglos amándote.

Una vida tras otra.

Ahora, henos aquí, reunidos nuevamente. Te vi llegar, vestido de camiseta con tu cabello revuelto y los mismos ojos de siempre. En un instante fugaz lo recordé todo, te vi con la lanza en las manos, escribiendo bajo la luz de las velas, tocando violín y trepado en un buque de guerra. Vi lo que fuimos y supe lo que seríamos.

Te vi, y sin conocerte, te reconocí.

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